Para Fromm, detrás del amor está la voluntad, la disposición de amar, que es también cuidar. En El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, la rosa es el amor puro e incondicional, que se superpone al propio interés. Esa es la definición del amor materno. A decir verdad, la sacralización legítima de la presencia materna reside en las características de su entrega.
El ágape en el cristianismo de las catacumbas es el amor que da sin esperar reciprocidad; tan abstracto e ideal que supera las expectativas de la psique humana y la mundanidad. Existe un mal concepto del mundo, “mundo” es suciedad y, por tal, “ser del mundo” es contaminarse. Y, sin embargo, somos del mundo porque fuimos arrojados a él según Camus.
Se ha tratado de divinizar el amor mundano y erótico (que no es incondicional como el de la fe y el de la madre). El amor mundano no es el bíblico, porque no todo lo soporta ni todo lo cree ni todo lo espera (Corintios). Sin embargo, con su imperfección es la fuente de las más bellas ilusiones, como en las cruzadas medievales (cuando el caballero partía a batallar contra los infieles con el paño perfumado de la dama para el camino). Como en las novelas románticas inglesas, es ese deseo de à deux que quiere trascender. De tal estética pasional se engendró las obras más sublimes en la literatura, la pintura, el canto y en todo lo que atañe a la creación humana. El amor romántico ubica todos los tiempos en uno solo, es eterno, aunque temporal en sus dichas y desdichas, como bien lo describe Octavio Paz en La llama doble.
Así como el amor romántico ha inspirado historias y poesías, ha llegado erróneamente a asimilarse al concepto de amor materno, que es insuperable o el amor social. El amor de a dos, el de un hombre y una mujer que se encuentran en el mundo es casual, “el otro es una sobra” a decir de Javier Marías; pero también entiende en Los enamoramientos como una adherencia involuntaria y bella. En el vacío de Tomás, Kundera (En La insoportable levedad del ser) se nos descubre un misterio: no se trata de acostarse con alguien, sino de dormir con alguien.
La pulsión del amor, racionalmente entendido bajo patrones liberales, es que el egoísmo que nos sobrepasa es saber que alguien estará allí para nosotros y nos completará. Es recíproco, espera contraprestaciones y sí tiene condiciones. Tanto hombres como mujeres necesitan esa plenitud incierta e imperfecta de saberse completos.
No extraña que Luis Alberto Sánchez se refiriera al viejo mito de un dios que creó al ser humano bifronte (hombre y mujer mitad mitad) hasta que por un descuido se le extravió en el cosmos y se rompió en dos… desde allí cada parte no hace sino buscar a su otra mitad, esa que no se le dio al nacer. Descomunal ilusión, trágica y melancólica utopía.
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Abogado y escritor