La crítica social desde el púlpito es un culto mundano, olvida que la vivencia de Dios tiene origen en la acción salvífica de Jesucristo en la cruz. Para Unamuno, la incertidumbre de la trascendencia era la fuente de toda angustia, para Lutero debió ser un calvario por el “daño” de su discurso, “¡desgajar la obra de Dios!”; después de todo “de qué sirve ganar el mundo si se pierde la eternidad”.
La teología de la liberación del padre Gutiérrez refiere la opción preferencial por los pobres, pero los evangelios no tratan de justicia, sino de un reino ajeno al mundo, ni las encíclicas papales comulgan con tal objeto. Ernest Renán nos presentó a un Cristo admirable, un rebelde contra la costumbre de la época, un enemigo de la hipocresía farisea…pero, aun cuando La vida de Jesús se escribió sin un ánimo salvífico (su gen es escéptico), operó como todo lo contrario, como uno de los libros que más conversos ha dejado en el mundo. Ni Tomás de Kempis con La imitación de Cristo, alcanzó esas alturas.
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La idea de Renán era otra, pero quien advierta de la inmensurable personalidad del protagonista, aún cuando se excluya lo sobrenatural, no puede dejar de pensar que aquel que predica en las montañas no es un simple revolucionario, tiene que ser el hijo de Dios; pero la religión es peligrosa para un mundo propenso a erigir dioses humanos e ideologías. Es más, la idolatría del caudillo terreno y del revolucionario ególatra (tan ególatra como mortal) tiene en la fe cristiana un obstáculo, tanto que (con el comercio), es la fe cristiana el principal embrollo para las hordas del odio. Por tal, cristianismo y marxismo son antagónicos, como lo fueron el senderismo y el catolicismo de las pequeñas parroquias andinas. Hay más fuerza revolucionaria en una procesión llena que en una proclama marxista en plaza completa.
Pero no es Marx, Darwin, Nietzsche o Freud quienes debilitaron los pilares de la fe, lo hizo la propia Iglesia cuando abrió una grieta en el Concilio Vaticano II, cambiando asuntos sustanciales y asumiendo que la práctica debía aggionarse, adecuarse a la modernidad, dejando de lado, así, su atemporalidad. El sacerdote se convirtió en el centro del templo, distrayéndose delante del cáliz, dando el rostro al público y restando al altar, altar al que deberían dirigirse todos los corazones, incluso el del pastor. Se creyó entonces que la misa debía ser entendida para el mundo, cuando debía ser “sentida” para Dios, ser mística, carismática, pura. El latín no es para traducirse, que lo hagan los leguleyos. Conviene leer los versos de Antonio Cisneros tras una misa nocturna en Budapest. Se introdujo silenciosamente en un templo, no entendía el idioma del sacerdote, pero sabía “que el Señor estaba en su boca”.
Algunos clérigos no solo se olvidaron del mensaje, se convirtieron en operadores políticos. Aun así, si hay una institución que debe preservarse es la Iglesia, pues es lo que con más fuerza nos resguarda del opio de Marx… digo, por si quieren entender la crispación de Ortega en Nicaragua.
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Abogado y escritor