Si una moral universal existiera, debería ser aquella que preserve al mundo de la violencia e insemine en las conciencias la preocupación por el otro y la paz general. Con la libertad y la igualdad, esa fue la luz que aportaron los revolucionarios franceses.
La fraternidad es preocuparse por el otro, bien esquivo a la naturaleza humana, dada a burlar la desgracia del otro y a aprovecharse de la bonanza ajena. “Ser alguien” en una sociedad sin moral es tener las dotes magnéticas de quien atrae por lo que puede dar y no por lo que es. Quien ha escalado a un puesto público de altura lo sabe, de pronto aparecen quienes olfatean la oportunidad. Se ha creído, bajo las luces del desarrollo capitalista liberal que la libertad y la fraternidad no concilian y que de las buenas obras debe encargarse el Estado; pero la fraternidad no se delega al funcionario, encargado de garantizar el orden y la libertad, pues la fraternidad entra en el concepto de virtud ciudadana, fundamento de la república liberal.
No es aquella virtud que deriva del dogma religioso o del deber o de imperativo kantiano alguno, sino de la conciencia de hermandad, de tener una esencia común que prevalece a cualquier nombre, fortuna y cargo, y que nos llama a vivir en paz (ideal contrario a la violenta dialéctica marxista).
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El presupuesto de la moral es la libertad. La igualdad de los revolucionarios franceses es la comprensión de la sustancia humana como uniforme. No es la igualdad material marxista, sino el espíritu fraterno, que es libre, pero fundamental en la evolución social.
Las revoluciones liberales no solo concibieron la triada libertad-igualdad-fraternidad, gestaron también la categoría universal de los derechos humanos. Lo que no se asume es que, en el fondo, estos constituyen una convención moral universal, no un dogma de fe. Su finalidad es garantizar la vida, la libertad y la integridad personal y todos los derechos que deriven de ellos. Por desgracia, en el siglo XXI, los derechos humanos terminaron convirtiéndose en instrumentos políticos, violando su convención liberal inicial; instrumentos, valga decir, de quienes buscan la indemnidad de los gestores de la violencia, la destrucción y el mal, victimizándolos cuando son resistidos por los Estados en su función protectora de la ley.
Los derechos humanos derivan de una convención moral garantista de la civilización liberal, pero parece que muchos no lo han entendido así.
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Abogado y escritor