El mundo “perfecto” es el de las utopías, “lugares inexistentes”, que en la de Tomás Moro asemeja al comunismo; solo que en la realidad la utopía de lo común fue el gulag, el genocidio, el totalitarismo, la persecución, la soplonería y la cancelación.
El desastre es que, en las sociedades cerradas, los individuos truecan la libertad por el beneficio que se obtiene por encajar en el colectivo. El gobierno procura el contento y el control de los “súbditos” a través de la entrega de dinero o empleo, ocurre en las burocracias. Se crea, así, la teoría de que el fin supremo no es la libertad, sino la sumisión, y que se puede renunciar a ser libre por el ideal superior de la satisfacción sin esfuerzo: “vivir tranquilos y con las necesidades cubiertas”. Por la satisfacción material el hombre puede reprimir su imaginación, controlar su indignación y colocarse cualquier grillete que le impida crear y opinar distinto. Es la sociedad del esclavo, del antihéroe.
Las sociedades liberales no son utópicas, pero han redituado en el desarrollo como experiencia histórica. Son eficientes para asignar recursos, pero asumen la libertad como un medio para que cada individuo persiga su objetivo único, peculiar e insobornable; es un fin personal que puede ser extraño, insólito o que puede no gustar a los demás, pero es el ideal capitalista. Termina siendo, así, el mismo fin de la utopía como en el socialismo, al que Mises consideraba incompatible con la naturaleza humana. La libertad creó desarrollo, pero el idilio jeffersoniano de buscar el logro de las propias finalidades implica un amplio alcance de la elección personal, tan amplio que puede ser frustrante, con lo que la vida deviene en una batalla interminable por emerger.
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No deja de ser utópico, como el principio esencial de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, pues “la búsqueda de la felicidad” supone la elección de los propios fines y los fines tienen una realización incierta. Los sueños tienden a no cumplirse, el éxito pleno les pertenece a pocos y prevalece la lucha continua. Bien decía el Quijote, el camino es mejor que la posada, a lo que Sancho hubiera replicado: “la posada no existe” o “la posada es el camino”.
La libertad no asegura resultados personales por más que la experiencia de los pueblos favorezca al capitalismo liberal. Incluso, desde la “libertad positiva” se podría asumir que el dinero es la verdadera libertad y que siempre será más libre de elegir quien entre a una tienda con miles de dólares en la cartera que con diez dólares en la bolsa. La libertad de elegir a la que se refería Friedman sería, así, la sencilla y vulgar capacidad adquisitiva del dinero.
Isaiah Berlín entendió que no elegimos el destino, somos presas del azar. Fuimos arrojados al mundo en disimiles condiciones. La libertad que mide el liberal no debe, por tanto, ser utópica; como señala Berlín, debe ser negativa; por tal, le basta a la libertad protegerme de toda agresión y estar a salvo de toda coerción exterior. El liberalismo no puede prometer un mundo feliz, produciría una maquinaria de control y bonificaciones compensatorias, que darían paso al populismo y, tras él, al totalitarismo, bajo la lógica humana de la inercia y el goce del descanso.
El objeto de la libertad no es elegir para lograr el objetivo, es la garantía de hacer un camino sin la agresión del Estado ni la de otros individuos; que es vivir, emprender, hablar y pensar a salvo de los demás.
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Abogado y escritor