Desde que se comenzó a hablar de batalla cultural hasta lo que se entiende al día de hoy como la disparidad entre la racionalidad y el progresismo, muchos piensan que dicha batalla solo se rige en el plano social; sin embargo, he sido reiterativa escribiendo sobre la importancia de ver esta situación como una lucha personal, el cúmulo de consecuencias de decisiones propias. Esto nos permite clarificar los motivadores del camino que la sociedad ha ido tomando y dándole al individuo la responsabilidad de la que debería hacerse cargo.
El Perú tiene muchas virtudes, pero sus deficiencias pesan mucho y duelen fuerte. Muchos se han acostumbrado a la suciedad, al peligro y a la corrupción; se ha normalizado la astucia, la holgazanería, el aprovechamiento y la irresponsabilidad. Es como una bestia que crece, que recorre nuestras calles, que alimenta el corazón de pura maldad, visita a nuestros ancianos para golpearlos, educa a nuestros niños en la absoluta procacidad y condena a familias enteras a vivir encadenadas de tristezas, pobreza e inmoralidad.
Muchos peruanos no saben que se puede tener una vida mejor porque han creído la mentira de que así es el Perú y nadie lo va a cambiar, además que ven muy difícil el camino del cambio porque implica esfuerzo y fuerza voluntad, es batallar contra la corriente que, a veces, lleva en sí luchar contra uno mismo. Muchos problemas tomarían un rumbo diferente si comenzáramos a pedirnos perdón, unos a otros. No hago énfasis en el perdonar, sino en pedirlo porque hay una sociedad adolorida que necesita tener la humildad para reconocer el error, responsabilizarse y dejar de lado el victimismo, independientemente si son (o no) perdonados.
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Mientras usted lee esta columna hay prostitutas y drogadictos en las esquinas, niños abandonados o violentados en sus casas, madres solteras que tienen que vender en la calle para cenar esta noche, narcotraficantes que hacen de la adicción un negocio y demás problemáticas sociales que nuestro país enfrenta y de las que hay cierta mezquindad. No solo de la clase política, también de quienes se dicen ser buenas personas, pero que son los primeros en criticar, muchos de ellos desde la comodidad del extranjero, antes de aportar soluciones. Por otro lado, el arte y la religión influyen más que la política, solo basta escuchar las canciones de hoy y ver la idolatría que aquejan a nuestros jóvenes y sabremos a que abismo nos estamos dirigiendo.
Muchos quieren ser un país como Japón, pero no quieren esforzarse, ni responsabilizarse, para llegar a serlo.
Sin empeño, no hay paraíso.
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Reportera gráfica e ilustradora