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“Mamadera de gallo” o los venezolanos en el Perú | Historias

Alrededor de ocho millones de venezolanos han dejado su país debido al sistema hambreador imperante en Caracas. En el Perú, de acuerdo a las últimas cifras divulgadas, hay más de un millón cuatrocientos mil venezolanos. Los podemos ver vendiendo café en la calle o, en el caso de las mujeres, prostituyéndose.

Historias de sufrimiento

“Yo no sé, mana. Yo no me merecía esto”, le decía una venezolana a su amiga una noche en una banca de La Colmena, a pocas cuadras de la Plaza San Martín.

Eran tres lamentándose, y por la brizna de conversación oída, ninguna tenía suficiente dinero para cenar.

Otra vez, Isabel, una chica venezolana que trabajaba en la panadería de la esquina de mi casa (antes estuvo en una cebichería donde la trataron muy mal), me contó que lloraba detrás del mostrador recordando la forma como había llegado, forzada a salir por la situación de su país. Ella siempre veía con esperanza –defraudada– la caída de Maduro.

En otra ocasión estaba una jovencita venezolana ofreciendo sus servicios sexuales en el umbral de un edificio. De pronto, desde uno de los pisos superiores, le cayó un baldazo de agua fría. En pleno invierno la bañaron.

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En el Centro de Lima trabaja Joanna, una venezolana que vende café y arepas (las hace riquísimas). Se la puede reconocer porque saluda con un gracioso “Hola, hola” (es más, a su pequeño negocio, compuesto de dos termos y una caja donde traslada sus sanguches, le ha puesto un sticker con ese llamado). Ella es de Portuguesa, un estado de Venezuela donde su familia tiene cafetales.

Con Joanna supe (y gracias, también, al auxilio del libro de Ángel Rosenblat, Buenas y malas palabras en el castellano de Venezuela) lo que significaba “mamadera de gallo”, una burla, una tomadura de pelo (yo le preguntaba: «¿cómo puede mamar un gallo»?); “antiparabólico”, indiferente, que le da igual todo; “gafo”, tonto; “ningún ningún”, negación (expresión equivalente a nuestro “tampoco tampoco”); y otros venezolanismos que se confunden en la multiplicidad de voces de la capital.

Joanna ha llegado con una hija a cuestas, la señorita Ana. Para ambas la vida no es fácil. Una tarde, un tropiezo de Ana hizo que el balde con la tisana (bebida venezolana que parece un cóctel de frutas) se le derramara en la pista. Otra tarde, bajando de las escaleras del edificio donde vive, el termo lleno de café terminó, destrozado, en el suelo. El trabajo de un día echado a perder.

Yuli, una jovencita venezolana de 22 años, trabajaba de mesera en un restaurante de la avenida Alfonso Ugarte. Ella venía de Táchira. El dueño del local la trataba mal; cuando le daba la gana no le pagaba. Durante la pandemia la pasó peor; no tenía ni para un plato de arroz. Ya no sé qué fue de ella.

Causa mucha lástima ver las penurias de los venezolanos (me refiero a los que son trabajadores, no a los del Tren de Aragua). Andan como gitanos por el mundo, cambiando de domicilio, vendiendo caramelos y café, y hasta ofreciendo pan con nuestra salchicha huachana para sobrevivir. Así hay muchas historias de ellos que circulan por la ciudad.

Y aún hay “coñazos” (al mejor estilo español) que aquí defienden ese régimen y ese sistema infames. Será que nos quieren ver vendiendo chicha morada en otros países. Habrase visto tanta incoherencia.

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