Fernando Botero y Gabriel García Márquez nunca llegaron a ser amigos; de hecho, uno de ellos se refirió al otro de la siguiente manera: “Me cae pesadísimo”. En otra ocasión también dijo, “A lo mejor era simpático con otros, pero conmigo no fue simpático nunca, total que yo lo evité lo más que pude, porque ¡por qué me iba a mamar a ese tipo!”.
Así las cosas entre dos colombianos persiguiendo la misma meta, pero por distintos caminos. Y aunque ambos saborearon la miseria, jamás se desviaron de su norte: ser el mejor artista del mundo.
Empecemos con el romance. Se conocieron bajo el cielo infinito de Colombia. Sus vidas se entrelazaron cuando uno de ellos con 25 años ya escribía reportajes, y el otro a sus 20 empezaba a dar sus primeras pinceladas de manera pública. Gabriel García Márquez (el escritor) y Fernando Botero (el artista plástico): dos monstruos de la cultura colombiana en el siglo XX.
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El primer contacto fue cuando Gabo, en su acostumbrada columna llamada “La Jirafa”, publicó un texto titulado “Un buen libro por tres razones”. En él comentaba sobre el reciente poemario de Carlos Castro Saavedra (“Hojas de la patria”), pero a la vez, dentro de los tres mil o cuatro mil caracteres que acostumbraba escribir el Nobel en dicha columna, se refirió a los cuatro dibujos de un joven llamado Fernando Botero: “Un artista antioqueño que tiene veinte años y se le notan en la frescura de la línea casi ingenua e infantil, pero que sorprenden y desconciertan por la madurez de la concepción”. Tiempo después (ocho años para ser exactos), Botero ilustraría la historia de una niña de doce años y una mujer “demasiado vieja para ser su madre”, que viajan a visitar la tumba de un ladrón (“ambas guardan un luto riguroso y pobre”). Esta historia le pertenecía a Gabriel García Márquez: “La siesta del martes” un cuento que publicó por primera vez en las Lecturas Dominicales del periódico El Tiempo (Bogotá).
Aunque Botero nunca tuvo el Nobel, es sabido que ambos alcanzaron la trascendencia y reconocimiento mundial. Sin embargo, el tratamiento que le daban a este estado era diferente. Para Gabo, por ejemplo, la fama lo condenaba a la soledad, a la incomunicación a tal punto que lo aislaba. En una entrevista (finales del 2005) aseveró que la fama estuvo a punto de “desbaratarle” la vida. Caso contrario con la percepción de Fernando Botero, él señaló que la fama le era muy agradable, ya que le facilitaba la mejor mesa en el restaurante y todo le resultaba más fácil. Negarlo, según el pintor y escultor, le parecía una hipocresía.
Tiempo y palabras me faltarían para seguir hablando de la vocación y tenacidad de estos dos autores. Ambos amaron a su país hasta el último día y su obsesión por su patria se retrata en toda su obra. Sin embargo, sabían que ser escritor o pintor en Colombia significaba estar condenado a morir de hambre. Pero jamás se desviaron de la meta, ni un milímetro.
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Escritor y profesor