La dialéctica es en Hegel contradicción. Para el marxismo la contradicción es creativa porque lleva a la revolución. El odio, para Marx, es esencial en esa historia cantada como explotación, una que observó en los talleres de Londres, ni siquiera en las grandes fábricas (como señala Paul Johnson). Allí donde no hay contradicción, hay que crearla, dicen los gramscianos.
En la escuela del odio, el proletario es conducido a ganar. Lo que no intuyó Marx es que sin ciencia verificable no hay profecía y las artes adivinatorias sirven al error, a un error que se acompaña de narración, como en Dickens. Gran Bretaña pronto alcanzaría un nivel tal que la riqueza fluiría abajo, creando una gran clase media y nada tan fatal para el marxismo que la clase media.
Los nuevos sociólogos descubrirían que en toda sociedad hay una contradicción particular, algo así como el abigarramiento autodestructivo de las migraciones musulmanas en Europa o el indigenismo atizado en América del Sur o el feminismo radical o el antirracismo, a su vez supremacista inverso. Siempre, como en la creación heroica de Mariátegui, habrá donde falsear el odio y dividir sobre una singularidad ya existente. González Prada lo hizo desde el anarquismo, que proveyó al sindicalismo; aportó al anticlericalismo y al indigenismo contra la noción de unidad.
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No se asiste a nada nuevo en el curso de la filosofía política. Víctor Andrés Belaunde, tantas veces ninguneado en el debate ideológico del siglo XX, introdujo la peruanidad como concepto. La patria, como en Barrés, es tierra y muertos. La nación como en Renán, el perdurable plebiscito cotidiano. Conceptos que el marxismo debía destruir. En el siglo XXI, la globalización (estirando a Popper) avanzó con cálculo hacia el globalismo. Globalización es transnacionalidad individual, globalismo es organización orwelliana del poder mundial.
Mientras la izquierda manipulaba el odio, la derecha hacía negocios. ¿Y qué debían destruir para satisfacer la memoria de Engels? A la familia como institución (con raíz milenaria en Roma, si leemos a Fustel de Coulanges y su Ciudad Antigua), la familia como contrapeso natural de la revolución. Para el marxismo, la religión no es opio, es resistencia moral. Había que infiltrarla y cuestionarla. La nación crea un destino unificador, había que relativizarla con ideales, temas y agendas globales. Los factores de continuidad operan como diques de contención para la revolución. El ideal marxista implosiona con la expansión de la clase media, con el libre comercio y la industria moderna, con las iglesias, la familia y el ideal de patria soberana.
La filosofía del odio logró inserción para minar esas vallas lentamente. Ocurrió en Europa, con gobiernos abiertos a la migración musulmana; ocurrió en el Perú con gobiernos sin reflejos frente a una radicalidad marxista enquistada en sindicatos, escuelas, universidades, partidos, instituciones, Iglesia, intelectualidad… A Sendero Luminoso le faltó sumar a Gramsci como su quinta espada, una más peligrosa aún, que tiene en la sutil hegemonía su gran detonador.
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Abogado y escritor