El miedo es el peor enemigo de la libertad. Lo entendió Epicuro en su vistazo al terror que les tenemos a los dioses, a la muerte y al dolor. Uno de sus discípulos, Filodemo, decía: No temas, el placer es fácil de obtener y el dolor es fácil de evitar. Sabemos que es mentira.
El hombre le teme a los dioses, pero más a la vida, entendiendo que fue arrojado al mundo a merced de las enfermedades, los desastres, los asaltos y la imposibilidad de predecir el destino, de allí la búsqueda evasiva de la ficción: La literatura no te salva de la muerte, te salva de la vida. Ortega hablaba de la embriaguez. Y más que a la vida, le tememos al misterio de la condenación. En el catolicismo el miedo es sabernos al pie del infierno sin comprender aquella saciedad divina.
Lutero murió en la angustia de dudar de si fue un error y Unamuno le dio al sentimiento trágico de la vida una zozobra sin piedad, la angustia por la inmortalidad.
Por el miedo, la victoria del desapego budista y del Tao. Quien a nada se aferra o nada tiene, nada teme porque nada pierde. Los estoicos hicieron de tal despreocupación un recurso para liberarse del temor. Zenón vio hundirse sus riquezas en el mar y no se agitó, caminó lejos (como Siddartha caminó hasta el árbol que lo habría de cobijar). Zenón se ubicó a la sombra de una stoa, un arco. Enseñó el valor de la aceptación, la misma receta del rico Séneca frente a la posibilidad de perderlo todo.
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El miedo crea las filosofías. El miedo al fracaso, pero también al abismo dentro que queremos ocultar, según Nietzsche; o el miedo a la falta de certezas. Para algunos crea las religiones, pues nacemos desprovistos frente a la incertidumbre del mundo y a la maldad del hombre. Hobbes, pesimista como Maquiavelo sobre la naturaleza humana, crea el Leviatán. La gran bestia bíblica convertida en Estado, el poder para salvaguardar al yo del otro. A contrapelo y contra el Leviatán, nacerán el derecho constitucional y los derechos humanos, flujo de la divagación sobre la desconfianza en el poder.
Cuando preguntan por una fórmula contra el miedo, se suele poner la trascendencia espiritual por encima de todo y convertirla en el centro de nuestra vida o inmolación (Juana de Arco no temió a la espada, precisamente convencida del celeste premio ulterior).
Si la fe, como en Pascal, trae desasosiego y no serenidad, entonces no es religión. La religión redime, no oprime. Como Chesterton, ¿a qué temer? Solo hay que dejarse llevar dentro de una inmensurable palma que nos quiere para bien, dejarse llevar en una unidad de fe con lo invisible, convencidos de que nuestra existencia puede no ser una justicia comprensible, pero seguirá siendo una historia. En el fiero alfabeto de cada atardecer siempre estará escrita la palabra eternidad.
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Abogado y escritor