Opinión

La identidad de género: la flecha envenenada que debilita la lucha de la mujer

El enemigo de las feministas era el patriarcado. Ahora, es la heterosexualidad. La galaxia LGTBI, en un giro antirrealista, ha llevado sus teorías demasiado lejos, más allá de la naturaleza (Adriana Cavarero, 2024)

En los últimos años, el concepto de ‘género’ ha tenido un desarrollo exponencial: estereotipo de género, perspectiva o enfoque de género, rol de género, violencia de género, igualdad de género, conciencia de género, equidad de género, identidad de género y más. Pero, ¿es el género un concepto útil o es una falacia conceptual que socava, incluso, los propios cimientos del feminismo? Es interesante que las críticas al concepto de género y sus derivaciones también resuenan dentro del feminismo, específicamente entre las feministas radicales, quienes se denominan así porque buscan llegar a la raíz de los problemas y no por ser extremistas.

Por lo expuesto, plantearé brevemente las principales críticas al concepto de género desde una perspectiva filosófica. Se argumentará que la noción de género, sobre todo, la identidad de género,  no solo es innecesaria, confusa y equivocada, sino que su uso ha funcionado como ariete ideológico contra la integridad de las propias mujeres. En consecuencia, plantearé la deconstrucción del término género y la abolición de la identidad de género.

La palabra “género” fue acuñada por el psicólogo John Money, quien, en 1955 propuso que la crianza determina si un individuo será masculino o femenino, independientemente del aspecto biológico. Posteriormente, en 1968, el sociólogo Robert Stoller, introdujo el concepto de “identidad de género”. Luego, en 1970, Kate Millet en su obra Política Sexual, indicó que “sexo” se refería a los componentes biológicos, mientras que “género” aludía a fenómenos psicológicos como fantasías y afectos. Millet afirmó: “Al dejarse guiar por las aspiraciones que la cultura atribuye a su género, el niño se siente inducido a ser agresivo, mientras que la niña tiende a coartarlos”.

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Como señala la filósofa Gloria Comesaña, al emplear la palabra “género” de esta manera, Millet no niega la referencia biológica, ya que los términos “niño” o “niña” designan a un Homo sapiens en desarrollo, inmerso en una cultura que fomenta “caprichosamente” conductas consideradas “esencialmente masculinas” o “determinantemente femeninas”. Incluso, Comesaña sostiene que, si leemos —sin los “lentes queer deformadores”— la famosa frase de Beauvoir “no se nace mujer, se llega a serlo”, veremos que la filósofa francesa criticó la forma en que las sociedades dictan, de manera arbitraria, lo que significa ser mujer y, en última instancia, el comportamiento apropiado para ser reconocida y valorada como mujer dado que toda fémina que se aleje de esos estándares será ridiculizada hasta “dejar de existir”.

De esta forma, Alicia Puleo, en Lo personal es político, reconoce que el concepto de género se introdujo para distinguir entre los aspectos socioculturales y construidos y los innatos y biológicos. Su función no es meramente descriptiva, sino fundamentalmente crítica, pues está destinada a facilitar la desarticulación de relaciones ilegítimas de poder. Asimismo, Genevieve Frasse, en Los excesos del género, sostiene que el género no se ocupa de estudiar las diferencias entre sexos con fines antropológicos, sino que fomenta el cuestionamiento de un orden sexual jerárquico, motor de desigualdades. Por último, Cristina Molina, en Género y poder desde sus metáforas, defiende que no se debe ontologizar el género convirtiéndolo en una identidad —identidad de género— y, ante tal confusión, resulta preferible eliminar la marca de género.

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El principal inconveniente de ontologizar el género es que legitima la participación de varones en competencias deportivas femeninas únicamente por el hecho de identificarse como “mujer”. Otro ejemplo es el de reos varones que solicitan un cambio de ‘género’ y son trasladados a cárceles femeninas, donde abusan sexualmente y, en algunos casos, embarazan a las reclusas. En ese sentido, la filósofa Susan Haack indicó que no tendría sentido hablar de un aspecto femenino sin una base material que lo sustente, es decir, la existencia de cada mujer como individuo diferenciado es un elemento necesario si se pretende hablar de lo femenino.

Por otro lado, incluso si retomáramos el significado original de ‘género’ y evitáramos sus excesos, seguirían existiendo problemas. Por ejemplo, una mujer que es madre y ambiciosa podría ser considerada menos femenina, ya que, al identificarse con ‘roles masculinos’ como la ambición, entraría en contradicción con su rol biológico, del cual no puede desvincularse. Judith Butler en El género en disputa comentó sobre este dilema y señaló que el planteamiento dualista de sexo/género como naturaleza/cultura resulta reductivo y simplista, y sirve para mantener incuestionables las ideas relativas al sexo, las cuales, al ser consideradas “naturales”, se presentan como necesarias y esenciales.

Resulta relevante la propuesta de la feminista Celia Amorós, para quien el sistema sexo-género es equivalente al patriarcado, ya que implica una seña de identidad: la marca de la opresión. Así, Amorós sostiene que hablar de género ya supone la existencia de relaciones de subordinación. Pensemos, por ejemplo, en la reacción de ciertos sectores feministas ante mujeres que, de forma voluntaria, deciden asumir roles tradicionales. Tal es el caso de la influencer conocida como Roro en TikTok. ¿No plantean muchas feministas que ese no es el modo en que debería comportarse o lucir una «mujer actual»? Desde esta perspectiva, Amorós afirmaría que incluso dentro del discurso feminista, al hablar de género se imponen ciertos modelos o expectativas sobre las mujeres: revolucionarias, libres, críticas, anticapitalistas, entre otras cualidades. Esto, paradójicamente, conduce a una contradicción interna.

¿Radica, entonces, el problema en que tendemos a idealizar un tipo específico de cuerpo y comportamiento para cada sexo? Propongo analizar otro caso ejemplar: el caso BJ 581, conocido como “el Guerrero de Birka”. En 1878 se descubrió una tumba vikinga en Birka, descrita como “excepcionalmente bien amueblada y completa”, ya que en ella se hallaron una espada, un hacha, una lanza, armaduras, flechas perforadoras, cuchillos de batalla, dos escudos y dos caballos. En otras palabras, no se trataba solo de un hombre guerrero, sino que representaba “el guerrero vikingo” por antonomasia. En 1970 se realizó un análisis osteológico de los huesos pélvicos y de la mandíbula, y se empezó a teorizar que “el guerrero” era, en realidad, “la guerrera”. Tras mucha controversia, en 2017 un estudio de ADN reveló que “el guerrero de Birka” poseía dos cromosomas X, es decir, era una mujer. ¿Cuál fue el error? Asumir que las armas y armaduras se diseñaron específicamente para varones. Así, este caso revela cómo ciertos supuestos culturales sobre el género condicionan nuestra lectura de la historia y la realidad.

Desde una perspectiva crítica, podemos afirmar que una mujer no ve comprometida su feminidad por carecer de un cuerpo escultural, ser ambiciosa, utilizar armas o asumir voluntariamente roles tradicionales. Del mismo modo, un varón no deja de ser tal, ni es “menos hombre”, por llevar el cabello largo o vestir una camisa rosa.

Aunque la categoría de género surgió como una herramienta crítica para denunciar la naturalización de construcciones culturales arbitrarias, su instrumentalización contemporánea ha derivado —como advierte Comesaña— en una exageración funcional a intereses ideológicos, políticos y económicos. Esta reconfiguración ha conducido, paradójicamente, a nuevas formas de opresión que afectan especialmente a las mujeres, ya sea mediante la ontologización del género como identidad subjetiva autónoma o mediante la imposición de estándares feministas rígidos que constriñen la pluralidad de experiencias femeninas.

En este contexto, se vuelve indispensable replantear críticamente los límites y alcances del concepto de género, atendiendo a su creciente desvinculación de las bases materiales y biológicas que, en última instancia, lo sustentan. Reconceptualizar la palabra género y denunciar sus excesos permitiría evitar el relativismo radical propio del paradigma posmoderno de la autoidentificación sin restricciones, y restaurar un marco interpretativo más coherente con la realidad empírica.

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