Toda guerra tiene daños colaterales. Alberto Fujimori, el GEIN y las Fuerzas Armadas enfrentaron en la década del 90 una muy importante, contra el terrorismo. Poca cosa no fue.
Hoy con la muerte del expresidente, no hay casa en la que no se le mencione al recordar situaciones de la época.
Mi madre me contaba que uno de sus hermanos, miembro de la Marina de Guerra, pasó un año de actividad entre Lima y Ayacucho, en días de atentados terroristas.
Mis abuelos no dormían por la preocupación, pegados a la radio y la televisión, con la esperanza de que la muerte no toque a la puerta.
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Cuando pasó el infierno, con la caída del sanguinario Abimael Guzmán -el verdadero genocida-, mi tío no retornó a casa, fue directo a psiquiatría en el Hospital Naval.
Lo que vio, experimentó y sintió es una marca de por vida. No soy fujimorista, menos albertista, no podría serlo. Solo soy agradecida por lo que no me tocó vivir.
No hice largas colas por los alimentos como mi mamá, ni crecí con temor como mis primos mayores, tampoco experimenté la angustia por la hiperinflación como mis tías y sus esposos.
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A los antifujimoristas sin razón de mi generación, les recomiendo conversar con sus padres, escuchen a quienes vivieron esa nefasta época. Háganse un favor y recurran a mejores fuentes, los odiadores que consumen solo han tergiversado la historia.
No se centren en la figura, sino en lo que se logró, lo que necesitaba el Perú de ese entonces que se desangraba y tener contemplaciones con la escoria terrorista no era una opción.
Lo que vino después de su primer mandato, es historia aparte. La corrupción y el afán de más poder embarró los aciertos pasados. Dios perdone sus errores, porque con él rendirá cuentas.