Hay quienes confunden “democracia” con “libertad”, no solo no son lo mismo, sino que, en ocasiones, pueden ser incompatibles. Adolph Hitler no llegó al poder por el golpe, que fue fallido, llegó por el Parlamento. La democracia suele ser la reserva moral de quienes, precisamente, la utilizan para saltar al vacío. Hugo Chávez no llegó por el golpe, sino aprovechando los mecanismos de la democracia electoral.
Pedro Castillo, de quien todo se sabía, ganó por los votos (no sabemos los entresijos), pero fue un caudal lo que lo llevó a la segunda vuelta. Para la segunda, todos sabían que el ideario de Perú Libre era totalitario y que, tanto Vladimir Cerrón como Guillermo Bermejo anunciaban el poder para siempre porque la “democracia” es una boludez. Sirve solo como escalera. Es decir, el votante antifujimorista pensó: “Perderé mis bienes, mi libertad, quizás mi vida; mis hijos se irán del país y seremos tan pobres como los millones de migrantes venezolanos que nos cuentan sobre la estupidez de seguir su error…todo, pero ‘No a Keiko’”.
Salvo el desconocimiento de un poblador rural, los que votaron a Castillo tenían un mínimo de luz para discernir. La historia de la democracia boba no ha acabado, el 2026 podría poner a Antauro Humala en Palacio si no se busca en el diccionario lo que es “dignidad”.
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La democracia es el dominio de la mayoría y la masa puede ser brutal, pero se erige como un pedestal para los “sabios de la moral ciudadana”. “Cojudos, pero dignos”, “lo elegimos, pero lo vigilamos”, “alisten las zapatillas” y al final nada. Lo peor de la democracia es cuando se deja en manos de idiotas aparentemente pensantes, porque también hay una élite leída, pero incapaz de medir las consecuencias de sus decisiones.
Para comenzar, no necesariamente un liberal cree en la democracia como voluntad masiva, que es lo mismo que la hegemonía del peso. La voz del pueblo no es la voz de Dios, gran blasfemia si miramos a Castillo, Maduro, Morales y otros. El liberal cree que es necesario un mecanismo de alternancia para evitar el exceso de poder, pero por medios que aseguren una continuidad eficiente, siempre acorde a la libertad y la razón. Isaiah Berlín, nos refiere la libertad negativa, que es “hacer la vida” sin constricciones externas, que no es la libertad participativa, la del número de dedos que se levantan en la plaza o en el coso romano.
La libertad negativa, que es la de los liberales, se centra en el yo sin imponer sus elecciones a otros. La positiva de la participación ciudadana es impositiva. Un 70% puede votar por un genocida a sabiendas y un 30% carecer de votos para imponerse al error. Así, democracia y derechos humanos no son lo mismo y pueden tornarse en antinómicos. Por sobre la democracia, mal concebida, se yergue la libertad y el individuo, el Estado de derecho y los derechos fundamentales. No solo se trata de ver en qué fallamos, sino qué reformas estamos llamados a hacer.
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Abogado y escritor