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La tiranía de la Inteligencia Artificial | Opinión

La Inteligencia Artificial es un paso que se acrecienta para prescindir de la humanidad.

Quizás el mundo libre se ha concentrado en batallas culturales que contrasten con los valores totalitarios, pero se cierne un totalitarismo mayor y sutil: “la cultura del engaño”. La Inteligencia Artificial es un paso que se acrecienta para prescindir de la humanidad como creadora de mundos, de letras, de imágenes, de cultura, hasta que su poder sea tal que el dominio se ejerza en el universo de la manipulación.

Hace varios años algunos escritores decían no temer el ocaso del libro impreso a la vista de la crisis del periodismo del papel. Un hombre desde un bus y mirando su móvil sabe ya que una hora antes murió un gobernante, al momento de descender del bus y desde la burbuja tendrá toda la información y las tendencias de opinión sobre el hecho. Al día siguiente los diarios colgarán como museos de historia natural en los quioscos, atrapados en una era de hielo que no les permite actualizar el día.

Los libros son contenido y objeto, por lo que el periodismo no podía asumirse en una analogía; pero es posible que la Inteligencia Artificial suplante el estilo y elabore obras técnicamente “perfectas” y concebidas en una estética impecable; más aún, obras que combinen la elaboración estilística de Juan Rulfo y Carlos Fuentes con la temática de Víctor Hugo en menos de una hora. Alguno podría tomar de la inventiva científica de Julio Verne, hurtándole al siglo XXI sus propios avances. Todo es susceptible de dañarse con una inteligencia que reúne el saber y las memorias de todos los hombres.

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Un actor muerto podría seguir actuando, Miguel Ángel podría continuar creando desde los referentes de la modernidad y como Calderón de la Barca llegaríamos a dudar de la composición material de la vida y de la autenticidad de todo, sumergiéndonos en una tempestuosa cultura de la desconfianza. En el reino del engaño la mejor política económica podría emerger de la consulta a un oráculo electrónico aún más complejo y vasto que el pensamiento de todos los técnicos, y las fotografías podrían sorber del hiperrealismo la absoluta convicción sobre lo que se ve: quizás la simulación de un personaje entrando a un hostal, un pacto bajo la mesa que nunca se dio.

Desde luego que, reunida toda la sabiduría en el Aleph que Borges quizás confundió con una pantalla de televisor a través del ojo de una puerta, se podría tener todas las respuestas y, de paso, todos los operarios artificiales, con lo que la economía dejaría de existir como simple intercambio para derivar en la sumisión del populismo y el bono.

Curiosamente, en un mundo que corre raudo hacia tal expansión tecnológica, la única redención es la credibilidad de quien emite la información, la solidez de los valores, el culto a la verdad la reputación y propósito de las empresas, la honestidad de una marca. El desarrollo de la tecnología sin soporte moral, solo engendrará una ilusión, una que no es el Maia de Buda, pero sí la volatilidad e inconsistencia de un Oasis en la planicie: el capitalismo, la democracia, la libertad y la verdad, devorándose a sí mismos.

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