Ayer en la universidad, a los pocos minutos de terminar la clase, una estudiante -como si hubiera recibido una revelación desde el núcleo de la Tierra- soltó una barrabasada: “Uno aprueba si el profesor llega a los estudiantes”. De manera automática algunos increparon a la futura docente; otros, sin embargo, decidieron guardar silencio.
Yo, en cambio, opiné con prudencia y terminé de dar las últimas indicaciones. Pero al salir del aula, camino a la puerta de la universidad, me pregunté ¿hasta qué punto estamos dispuestos a fracasar como docentes?, ¿qué clase de docentes tomarán las riendas de las escuelas?, ¿mis estudiantes serán conscientes del papel tan importante que van a desempeñar? Por ello, resulta inaplazable discutir algunos asuntos a fin de visibilizar los problemas que requieren atención.
Para esta serie de columnas (se vienen dos más), empezaré por contarles mi primera experiencia como docente. Por eso el título, para que lo leas como si vieras un video en TikTok.
Empecemos. En aquellos días, me refiero a los últimos años de educación secundaria, tenía la firme convicción de ser docente; sin embargo, comprobé que ninguno de mis compañeros veía la docencia como una opción profesional atractiva. De hecho, hasta mis profesores se reían cuando les compartía mi proyecto de vida y me recomendaban otra “mejor”. Pero en ningún momento me desanimé; el tifón vino mucho después.
TE PUEDE INTERESAR: Analgésicos para un docente
En la universidad comprobé que muchos de los que me enseñaban eran parte de ese número desoladoramente grande de maestros que fracasan. Eso se evidenciaba en el tipo de evaluación que recibía y la poca (o nula) preparación que mostraban. Algunos -no quiero ser mezquino- eran cultos; es decir, tenían maestrías acabadas y sustentadas, habían leído en demasía, tenían una envidiable bibliografía, sabían varios idiomas o citaban en sus discursos a diversos académicos. Pero no era suficiente. Bien decía Martín Heidegger que el hombre no es solamente un intelecto. En palabras de Julio Cortázar, “El hombre es inteligencia, pero también sentimiento, y anhelo metafísico, y sentido religioso”.
Tiempo después empecé a dictar. Ahora que escribo estas líneas recuerdo que la primera clase fue con quinto de secundaria (estudiantes entre 16 y 17 años). Nunca en mi vida me sentí tan escaneado como aquella mañana. Me presenté como el nuevo profesor de Razonamiento Verbal y empecé a marcar las reglas del “juego”. Hasta que un estudiante (¿Berlly Colán?) preguntó mi edad con una sonrisa socarrona. 27 años, les dije. Mentí. Me acobarde y todos se dieron cuenta. Grave error para un primer día de clases. La siguiente escena pertenecía a un grupo de estudiantes riéndose frente a un profesor de 19 años.
Pasaron las semanas hasta que unos versos de Borges fueron ungüento para una herida empecinada en no cicatrizar: “El rostro que se mira en el espejo/ no es el de ayer. La noche lo ha gastado./ El delicado tiempo nos modela”. ¿Quién lo diría? Mi primera chamba.
En ILAD defendemos la democracia, la economía de mercado y los valores de la libertad. Síguenos en nuestras redes sociales: bit.ly/3IsMwd8
Escritor y profesor