En tiempos de Sócrates, el trabajo era una tarea de menudo valor entregada a los esclavos. La actividad mayor era pensar, reunirse en la plaza, en jardines umbrosos de enseñanza y retiro, todo en aras de jugar con las grandes preguntas universales.
De esa deliberación se consolida el afecto por la verdad y las corrientes filosóficas, que se balancearán en la Edad Media, proveyendo un minúsculo haz de luz en aquel largo oscurantismo que, por paradoja, pensó menos a la vez que creaba universidades. La lógica griega le dio recursos a la escolástica, pero el intelectual residía en los conventos, bajo el silencio, el secreto y la orden. El mundo teocrático ralentizó las posibilidades de la ciencia, pero el Renacimiento volvió los ojos a la creación y al intelecto humano, universalizándolo con la imprenta.
Los intelectuales recuperaron su prestigio. Si se quiere, eran los influencers de antaño. Paul Johnson los retrata en sus miserias y límites, pero también ve el peso que adquirieron en un mundo para el que no estaban preparados. Tesla murió en la miseria, pese a la superioridad de sus ideas, pero muchos siglos atrás, Pitágoras abandonaba su ascetismo dentro de una cueva para lograr la divinización. Empédocles, cuenta National Geographic (mayo de 2021) se había endiosado tanto con su sabiduría que en un rapto de inmortalidad saltó dentro del volcán Etna. Arquímedes tenía tal prestigio, que Roma ordenó, en vano, no tocarlo durante el sitio de Siracusa.
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El problema del intelectual moderno es que vive en el capitalismo, pero no de él y termina odiándolo. Tesla pudo haber logrado una fortuna de sus proyectos, pero murió en la miseria en 1943 y, como él, el creador, el genio, el intelectual no solo no se hace rico, sino que no renta y sobrevive o muere en la asistencia o la soledad. La clave de la tendencia de los intelectuales a correrse hacia la izquierda y cuestionar al capitalismo nos la ofrece Robert Nozick. “El sistema escolar los acostumbra a recibir las mayores recompensas y les enseña que son los individuos más valiosos. Ello, los lleva a desarrollar un resentimiento hacia la sociedad, que distribuye las recompensas y valora a los sujetos de acuerdo con las preferencias del mercado” (CATO Online, Vol. XX, Nº 1, Jan./Feb. 1998).
Ocurre que el espíritu de casta del feudalismo no dio paso a la superposición del mérito intelectual. El capitalismo, como la democracia, premian lo que la sociedad valora subjetivamente y elige. El intelectual (científico, artista, filosofo, escritor, maestro…) asume desde temprano hasta tarde su superioridad y, por correlato, la justicia de una recompensa material que finalmente no obtiene, porque el mercado no recompensa al intelecto, premia por una sola razón: ser útil a la demanda específica en un mercado cuyo objetivo reside en la necesidad que plantea la oferta.
Esa es la vía más fluida y libre para que el ideal gramsciano prenda en los intelectuales, prospere y se realice.
En ILAD defendemos la democracia, la economía de mercado y los valores de la libertad.
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Abogado y escritor