La historia no está programada; por tanto, no hay predicciones válidas. El determinismo marxista, el pensamiento de la ilustración francesa e, incluso, el cristianismo entiende que hay un curso ya definido. Sea por la lucha de clases, por la razón o por los designios de Dios, el hombre está impelido a conocer qué hay más allá.
El tiempo, según Einstein, es una ilusión. No hay una secuencia, solo hay relojes que nos hacen creer que el tiempo corre en una medición. En términos poéticos Octavio Paz, tratando de definir el momento del amor (sin querer) definió al tiempo: “El tiempo del amor no es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un solo instante”.
Si analizáramos el tiempo desde la física cuántica, repararíamos que es un equívoco asunto cultural. Es un transcurso según creemos y, por tal, asumimos un origen y un final y, como es de humanos novelar, el final es el progreso feliz. Confundimos infinitud y eternidad, pero en la infinitud hay una causa primera, un principio, que según Plotino es Dios. Asumir el nacimiento de Dios es asumir, como Nietzsche, su muerte; por tanto, Dios no es infinito, sino eterno, no tiene inicio ni final, existió siempre como todo, como la energía que somos, esto es: en el momento que escribo estoy naciendo y muriendo al mismo tiempo.
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No nos compliquemos, la idea es que los hombres necesitamos creer en el progreso y porque creemos en el progreso es que creemos en los puntos de inflexión y porque creemos en los puntos de inflexión es que creemos en las revoluciones. Desde luego, el ego y el mesianismo ponen de lo suyo y la fe en una revolución o un cambio gesta a sus propios salvadores, que devienen en tiranos. El socialismo es una de esas concepciones del tiempo cerradas, literarias, en las que (como en una buena novela) hay malos y buenos, un conflicto, un nudo (llámele revolución si quiere) y un desenlace.
Así, para el marxista la historia es una novela y Marx el más grande spoiler y el más siniestro instigador de un final a su propio gusto, el de un mundo utópico, tan utópico, claro, como el de Mao y Stalin, uno tras un camino sembrado de cadáveres. Ocurre que no hay un mundo predeterminado, el mundo feliz de Huxley era un deseo y el de Orwell en 1984 un magnifico temor; como fuere, no hay una ley que marque el progreso. Ni la caída del muro de Berlín (tan celebrada) pudo anticipar el auge socialista en América Latina.
La arrogancia de los que planifican y creen saber el futuro recuerda a los gerentes de las empresas que en 2019 elaboraban sus sesudos análisis de fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas (FODA). De hecho, ninguno, dio con que una pandemia acabaría con sus ridículos cálculos y que los encerraría durante meses en sus casas.
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Abogado y escritor