Para responder, comenzamos por lo que no debe ser una universidad. No debe ser un centro de adoctrinamiento de lo que sea; no debe estar sujeta a reglas que controlan las maneras de hablar o de escribir (lenguaje inclusivo); no tienta al equívoco predicando la diversidad cuando la igualdad está sobrepuesta al mérito; no reproduce patrones de control de las conductas; no discrimina por el pensamiento en su selección de maestros, profesionales o investigadores; no es un partido político ni pregona un dogma; no se arriesga a renunciar a la búsqueda de esa verdad académica que nace de la lectura plural, de visiones dispares y del debate.
Así, una universidad es abierta (en el sentido popperiano), diversa, alineada con la vocación cósmica de los saberes (Luis Alberto Sánchez). Quizás la mejor definición se encuentra en una revista de la Universidad de San Martín de Porres (Julca, 2016), citando a Maclntyre , “cuando a una comunidad universitaria se le pide que se justifique a sí misma, especificando cuál es su función (…), la respuesta tiene que ser que las universidades son sitios en los que se elaboran concepciones y criterios de la justificación racional, donde se les hace funcionar en las prácticas de investigación, y se les evalúa racionalmente, de manera que solo de la universidad puede aprender la sociedad en general cómo conducir sus propios debates (…) Pero esta misma pretensión solamente puede presentarse (…) cuando la universidad es un lugar en el que a los pareceres rivales y opuestos sobre la justificación racional se les dé la oportunidad no solo de desarrollar sus propias investigaciones (…) sino también, de dirigir su guerra intelectual y moral”.
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En la universidad es donde debe producirse el debate de las ideas contrarias en la búsqueda de una verdad que va tomando forma con la dialéctica. Esto no ocurre, por ejemplo, cuando hay una oficina de igualdad de género, incorporando (avisados todos) el enfoque de género en las políticas institucionales, lo que excluye o tenderá progresivamente a excluir otras formas de pensamiento. ¿A qué plaza puede aspirar quien no comulga con una doctrina si es que ya están afirmadas las líneas de exclusión? ¿Y quién se niega a usar el llamado “lenguaje inclusivo”? ¿Y los conservadores que asumen las diferencias biológicas por encima de las culturales? ¿No es lo mismo que prohibir a Darwin en una escuela religiosa?
En una competencia de selección por un espacio profesional, ¿ya está cantado que quien tiene trayectoria en género tendrá más oportunidad que quien no lo tiene? ¿Obligarían a escribir o hablar a quien cree ridículo usar el “los” y “las” o el amigxos como una cantaleta forzada y a contrapelo de la RAE? No se trata de sesgo, porque el mismo criterio es válido para universidades que se pretenden confesionales y tienta que todos abracen la misma religión o una uniforme doctrina mundana.
La universidad es diversa y dialéctica, su fin es la voraz interdisciplinariedad en el aprendizaje, especialmente si los estudiantes aprenden a hallar su propia verdad en el ensayo-error, y esta no le es impuesta por la burocracia universitaria.
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Abogado y escritor