Aunque podrían parecer dos caras de una misma moneda, existe una diferencia fundamental entre afirmar que los hijos tienen derecho a tener padres a que los padres tienen derecho a tener hijos. Esta distinción, lejos de ser un simple juego de palabras, tiene implicaciones profundas en el debate sobre la identidad de los hijos.
Mientras en otros países el debate parece estar resuelto con soluciones ficticias que han calmado los caprichos de ciertos grupos, en el sistema jurídico peruano apenas comienza.
Recientemente, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) admitió el caso de dos mujeres peruanas, Darling Delfín y Jenny Trujillo, quienes exigen que en el Documento Nacional de Identidad del menor que tienen bajo su cuidado aparezca el nombre de ambas como madres.
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Un caso similar, aunque con diferencias clave, es el de Ricardo Morán, quien viajó a Estados Unidos para cumplir su deseo de ser padre mediante un vientre de alquiler. Como resultado de dicho arrendamiento nacieron dos niños que, al regresar a Perú, no pudieron acceder a la nacionalidad peruana debido a que el ordenamiento jurídico señala que solo la madre puede inscribir a su hijo con sus apellidos.
Lo que Morán y sus abogados calificaron de norma “discriminatoria” es, en realidad, un principio de sentido común: mater semper certa est, es decir, la madre siempre es cierta, a diferencia de la paternidad, que puede no conocerse o ser objeto de cuestionamientos.
En ambos casos, los padres están dispuestos a alterar la identidad de sus hijos menores como si fueran objetos de su propiedad, a los que pueden nombrar y modificar a su antojo, incluso a costa de vulnerar su derecho a conocer su verdadera identidad.
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El artículo 7 de la Convención sobre los Derechos del Niño establece que «el niño será inscrito inmediatamente después de su nacimiento y tendrá derecho desde que nace a un nombre, a adquirir una nacionalidad y, en la medida de lo posible, a conocer a sus padres y a ser cuidado por ellos». Sin embargo, en muchos países, ante la demanda de progenitores que desean elegir libremente los apellidos de sus hijos, se ha priorizado la inscripción sin verificar la veracidad de su contenido, lo que pone en riesgo el derecho a la identidad de los menores.
Si bien la inscripción es necesaria para salvaguardar el ejercicio de los derechos de los menores, esta no puede darse en detrimento de su identidad. Saber quién es, de dónde viene y cuál es su línea biológica y herencia genética es un derecho fundamental. De lo contrario, ¿cuál sería el propósito del registro de identidad si no es la de garantizar información veraz?
Interpretaciones sesgadas de este derecho generan un grave perjuicio al interés superior del niño. No se trata de que el menor tenga derecho a conocer a sus padres en la medida en que estos lo deseen, sino que, en la medida de lo posible, el niño debe conocer a sus progenitores y ser cuidado por ellos.
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Permitir que un niño sea inscrito solo con los apellidos de uno de sus progenitores o con los que estos “deseen” otorgarle vulnera su derecho a la identidad. Sin embargo, esto parece irrelevante para los sistemas de justicia que, cada vez más, priorizan los caprichos de los “adultos responsables” sobre los derechos de los menores.
La titularidad del derecho a la identidad recae en el menor. Es él quien tiene derecho a conocer a sus padres, y el Estado tiene el deber de garantizar este derecho mediante todos los mecanismos posibles. No se trata de adaptar su identidad para ajustarla a los deseos de los adultos que desean figurar como sus padres o madres en los documentos oficiales.
Las organizaciones que respaldan el caso de Delfín y Trujillo ante la CIDH argumentan que las autoridades peruanas han discriminado a las demandantes por su orientación sexual y que la incertidumbre jurídica ha afectado su salud mental. No obstante, este enfoque evidencia que el verdadero interés es la victimización de las solicitantes, más no la lucha por el derecho a la identidad del menor.
El verdadero problema radica en que el niño no se encuentra en situación de orfandad ni en un escenario donde el Estado no pueda garantizar su derecho a conocer a sus progenitores. Más bien, se enfrenta a la voluntad egoísta de dos mujeres que buscan anular su derecho a que se registre la identidad de su padre biológico, a pesar de su existencia.
No existe un derecho a tener hijos, ni para parejas heterosexuales ni para homosexuales. Son los niños quienes tienen derecho a conocer a sus progenitores en la medida de lo posible. Y el Estado debería utilizar todo su poder para garantizar este derecho.
Queda por ver qué dirá la CIDH sobre este caso. Pero desde ahora podemos prever que su enfoque no estará en los derechos del menor, sino en los deseos de dos mujeres encaprichadas a ser reconocidas como madres. O, más precisamente, en el deseo de una de ellas de ser reconocida como la “otra” madre, porque el menor ya tiene una.

Abogada