Por: Renán Ortega
Desde pequeños se nos enseña que el Congreso es malo. Aprendemos que el político es corrupto, pero que los más corruptos están en el hemiciclo. Y esa visión, de que el padre de la patria es un roedor, solo se refuerza cuando vemos titulares sobre lo que dijo e hizo el congresista A o B. El Congreso es muy malo, decimos. Hay que cerrarlo, pues no nos saca de esta miseria en la que vivimos. Y hoy se marcha denunciando que hay una dictadura del Congreso.
Pero lo que politólogos, periodistas, y ciudadanos de a pie fallamos en ver es que nunca comprendimos verdaderamente lo que es el Congreso. Nuestra visión romántica de revoluciones francesas, libertad, y representación, nos llevan hacia una quimera que se asemeja más a una feria cultural donde esperamos que todas las sangres sean representadas, como en un crisol, en un edificio neocolonial en el Centro de Lima.
Pero el Congreso nunca fue en su esencia una institución destinada a representar o a dar de comer a la población. No solo no debe hacerlo, sino que no puede. Es imposible que el Congreso nos represente y es imposible que solucione los problemas de la ciudadanía. El Congreso, por su propio diseño, no está destinado a concentrar el poder para tomar decisiones, todo lo contrario. Ha sido hecho para evitar decisiones sin negociaciones o acuerdos. Esto se hace más complicado aún cuando vemos que sus integrantes son fáciles de odiar, lo que ocurre por una razón; motivo que extirpa cualquier significado a frases como este Congreso no me representa.
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Es virtualmente imposible que un Congreso nos represente y no es casualidad que donde sea que uno ponga el ojo, va a encontrar a un Poder Legislativo poco popular (véase Brasil, Argentina, Estados Unidos). Y esto pasa porque el Congreso tiene a representantes de todas las posturas políticas que obtuvieron apoyo suficiente para obtener un curul. Es decir, en el Congreso hay izquierdas, derechas, centros, arribas, abajos y ningunos. Están los todos y los nadies. Tendría uno que adoptar múltiples personalidades para sentirse representado por un Congreso. Tendría uno que estar de acuerdo con la izquierda, la derecha, el centro, los arribas y los abajos. Tendría uno que querer una nueva Constitución y al mismo tiempo no quererla. Habría que estar a favor de un Estado más grande y al mismo tiempo a favor de uno más chico; ser comunista y simultáneamente liberal.
Entonces, cuando nos basamos en la idea de que el Congreso nos debe representar, nos hallamos ante un objetivo inalcanzable y medimos su éxito con varas fantásticas. Así, encuestas recurrentes que nos dicen, tal porciento no aprueba al Congreso, construyen una narrativa en la que la democracia está destinada a morir. Porque el Congreso como un todo, sin importar los integrantes, siempre será impopular. Siempre habrá un izquierdista a quien odiar, un ultraderechista a quien insultar y razones para salir a marchar por una disolución prematura. Esto parece entenderlo muy bien España y el Reino Unido, en donde los sondeos sobre la popularidad del Congreso, como un todo, son prácticamente inexistentes. Ahí, más bien, se analiza la aprobación que tiene cada partido o cada político. Lo que hacemos en el Perú sería equivalente a preguntar, ¿apruebas el trabajo del Perú? Es un sinsentido: hay peruanos buenos y los hay malos, como hay congresistas buenos y los hay, también, malos.
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Pero aquí vuelvo al inicio. Odiamos al Congreso porque le atribuimos un objetivo imposible. Sin embargo, el Congreso existe para ser un obstáculo para los tiranos. La Carta Magna y el Parlamento en el Reino Unido existieron y se desarrollaron para limitar el poder del rey Juan sin Tierra y sus sucesores. Así, el Congreso peruano y cualquier otro existen para evitar que el poder se concentre tanto dentro de él como fuera de él. Los congresos existen para que no existan las dictaduras y uno de sus roles es forzar a los presidentes, ministros o más a llegar a acuerdos con ellos. Y esto, por más que sea algo odioso, es bueno. Tengamos el Congreso que tengamos, por lo general siempre va a ser preferible su existencia a la de un dictador.
Ahora se ha intentado en el Perú introducir el concepto innovador de dictadura congresal. Sin embargo, por su propia naturaleza, el Congreso no puede convertirse en una dictadura. ¿Qué dictadura en el mundo tiene el poder distribuido en 130 o más personas con intereses contrapuestos? ¿Quién dirige esa supuesta dictadura? ¿El partido oficialista? ¿La derecha? ¿La izquierda? ¿El centro? Siempre va a ser preferible, especialmente en países como Perú, un Congreso malo que un tirano. Por eso, hay que aprender a amar a nuestro Congreso odioso. Y si no lo hacemos, estaremos condenados a dictaduras por los siglos de los siglos.
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