Política

¿Hemos sido testigos de un genocidio? | Opinión

La Fiscalía de la Nación viene investigando por genocidio a la presidenta Dina Boluarte.

La muerte de cerca de 50 personas en las protestas de fines del año pasado y comienzos de este año, ha dado lugar a que muchos hablen de genocidio. Incluso la Fiscalía de la Nación viene investigando por este delito a la presidenta de la República y a algunos ministros y exministros.

La semana pasada, en el marco de esta investigación (que incluye otros delitos), Dina Boluarte estuvo unas tres horas dando declaraciones en el Ministerio Público. Días después, el presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, fue invitado a una sesión de la Comisión de Descentralización del Congreso, donde fue llamado genocida por el congresista Wilson Rusbel Quispe Mamani.

¿Tiene sentido hablar de genocidio con respecto a las muertes de las recientes protestas? Sí, en un irresponsable sentido político y demagógico. Y no, en un sentido jurídico, histórico y conceptual. Veamos por qué.

El término genocidio fue acuñado por el jurista polaco-judío Raphael Lemkin, quien unió las raíces griegas genos, que significa raza, pueblo, tribu, clan, en suma, colectivo, y cidio, que viene de cidere, que significa matar. Con estas dos raíces Lemkin creó un concepto con el que definió la acción de aniquilar a una colectividad en función de sus características propias.

Tras la Segunda Guerra Mundial se buscó una definición para tipificar, juzgar, reprimir y prevenir crímenes como los cometidos por el Tercer Reich contra ciertas minorías, principalmente judíos y gitanos. Así, el 11 de diciembre de 1946, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 96 (I), titulada El crimen de genocidio. Esta resolución estableció el genocidio como un crimen del Derecho Internacional, y lo describió como: una negación del derecho de existencia de grupos enteros (…) por motivos religiosos, raciales o políticos, o de cualquier otra naturaleza. Esta resolución también solicitó que se preparara un proyecto de convenio sobre el genocidio.

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Durante la elaboración de dicho convenio, la Unión Soviética se opuso a que se incluyera dentro de la definición del genocidio los motivos políticos, debido a que estos eran inherentes a su sistema totalitario, más aún en tiempos de Stalin. Finalmente, el 09 de diciembre de 1948, se promulgó la Resolución 260 A (III), titulada Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. Esta resolución delimitó el delito de genocidio a determinadas acciones perpetradas con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Tal es la definición legal del genocidio, concepto adoptado por instrumentos como el Estatuto de Roma y normas como el Código Penal Peruano.

El genocidio más conocido es el Holocausto, el exterminio de alrededor de seis millones de judíos por parte de los nazis. El Holodomor, episodio en el que el régimen de Stalin requisó las cosechas en Ucrania, matando de hambre a unos cuatro millones de seres humanos acusados de kulaks (campesinos acomodados), también es considerado un genocidio, y es una de las razones por las que la URSS se opuso a la inclusión de “motivos políticos” en la definición de este crimen. Otro caso es el Genocidio de Ruanda, hace poquito, en 1994, cuando hutus radicales masacraron entre 800 mil y un millón de miembros de la minoría tutsi en cien días, principalmente a machetazos. También está el Genocidio armenio, en que cerca de dos millones de civiles armenios fueron exterminados por el gobierno turco entre 1915 y 1923. Ciertamente es algo irrespetuoso hablar de genocidio tan a la ligera…

Teniendo presente lo anterior, caben algunas preguntas: ¿El gobierno de Dina Boluarte ha tratado de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso? ¿Las lamentables muertes ocurridas en cuatro meses de manifestaciones violentas constituyen un genocidio? ¿Dina Boluarte y Otárola han perpetrado una limpieza étnica? Evidentemente no, pero eso no interesa a políticos y activistas oportunistas.

No les importa llegar a la verdad ni que las muertes no queden impunes. Su objetivo es que caiga el gobierno y encarcelen a sus enemigos políticos. Y para ello promueven marchas violentas y esperan, como buitres, las dramáticas e inexorables consecuencias que estas tienen. Entonces ya pueden hablar de genocidio, violencia racista y régimen cívico-militar. Porque siempre es más “heroico” enfrentar a una “dictadura fascista” que asumir las consecuencias del propio voto.

Y es que, claro, cuando se tiene tales anteojeras ideológicas, es posible ver soldados de las Waffen SS asesinando peruanos en Puno, sostener que Castillo dio el golpe de Estado porque lo drogaron o porque fue amenazado de muerte, y sentirse plenamente demócrata, y sobre todo digno, frente a quienes tienen posturas políticas adversas, necesariamente fascistas y corruptos.

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