Hace poco un grupo de estudiantes del décimo semestre de la carrera de Lengua y Literatura me formuló una pregunta que hasta ahora sigue recorriendo los más oscuros recovecos de mi cabeza: “¿Qué se siente ser uno de los profesores más jóvenes de la universidad?”. Mi respuesta fue superflua y tonta, “Genial, debo aprovecharlo mientras pueda”. Sonreímos y se detuvo la grabación.
Hoy, al abrir los ojos, dos versículos bíblicos, como si fueran balas perdidas, vinieron a mi mente. El primero, presenta a la vida como la neblina del amanecer que aparece por un momento y luego se desvanece para siempre (Santiago 4:14) y; el segundo, cuando el rey David, en uno de sus cánticos acepta que su vida no es sino un suspiro, un instante, una sombra que tarde o temprano desaparecerá (Salmos 39:6).
Han pasado 30 años y entiendo que para algunos el futuro no resulta espantoso por lo irreal, sino por lo irreversible, por lo que se trae bajo las mangas. Otros, en cambio, prefieren ignorarlo y seguir caminando como si el presente fuera a desvanecerse (“Carpe diem»).
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Compruebo también, luego de esa pregunta cándida, que el tiempo es un tigre que me despedaza, pero curiosamente yo soy ese tigre. Por favor, no se interprete algún rasgo ególatra; por lo contrario, lo que he vivido (¿y lo que me falta por vivir?) es íntimo y general; es decir, todo lo que me ha ocurrido también les ha ocurrido a todos. Los años se han encargado (de manera diligente) de acumular innumerables historias llenas de confusión e irrealidad y, aunque no queramos aceptarlo, ha logrado contaminar nuestra identidad: ¿Quiénes somos? ¿Qué lugar ocupamos en el mundo? ¿Hacia dónde vamos?
En la obra En busca del tiempo perdido, Marcel Proust explora su pasado para averiguar su identidad y responder a estas interrogantes. De hecho, en toda la narración hay un afán por averiguar si el autor aprovechó o malgastó su vida. Por otro lado, se evidencia preocupación y frustración al reflexionar sobre el paso del tiempo: “La creciente complejidad de la vida apenas nos deja espacio para leer…” o “Desde que existe el ferrocarril, la necesidad de no perder el tren nos ha enseñado a contar los minutos…”.
No soy ingenuo. Sé que nunca podré recobrar el tiempo. Es una condena que debo asumir con hidalguía. Pero -nuevamente la luz- estoy convencido de que la escritura permite reconstruir el pasado. Entonces, recojo y uno los pedazos de mi infancia y adolescencia. Trato de rescatarlas y, a veces, las modifico o deformo, pero soy consciente de que muchas de esas historias han pasado al olvido, a la pérdida.
El tiempo es irrecuperable y pronto vendrá la muerte. Para Borges verse vivir era verse morir ineludiblemente. De hecho, la vida es una constante despedida, un adiós que nunca sabremos en qué momento llegará. Cesare Pavese, tras la ruptura amorosa con la actriz norteamericana Constance Dowling, escribió los siguientes versos: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Yo, en cambio, ahora que estoy rumbo a la muerte escribiré, “Vendrá la muerte y te veré a los ojos”.
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Escritor y profesor