Puerto Eten, ubicado en el norte del Perú, es uno de los escenarios principales de la última novela de Vargas Llosa (así lo comenta el propio escritor en una entrevista que le hace su hijo Álvaro). Y es la tierra de mi madre.
Fue a finales de los ochenta que fui por allá. Faltando dos horas o tres horas para regresar a Lima de Chiclayo, tomé la decisión de ir al puerto.
Recuerdo que una señora, con ese dejo norteño emparentado al de los piuranos, me interrogó si iba a Ciudad Eten o a Puerto Eten.
Yo le contesté: “A Puerto Eten”.
–¿Y a qué familia busca?
–Los Casusol.
Su respuesta me hizo reír mucho:
“Porque en Ciudad Eten, a los Casusol los puede ver dando vueltas en la plaza.”
Con la información en la mano tomé la cúster que me indicó (“Esa lo deja”).
Cabalgando entre la aventura y la angustia porque temía perder el ómnibus de regreso a Lima partí. En el camino, viendo por la ventana el arenal que me recordaba el de Villa El Salvador, me decía: “Es ahora o nunca. No va a haber otra oportunidad”.
Cuando llegué a Puerto Eten pude avistar en la entrada, como me había dicho mi madre, el cementerio. “Allí están enterrados mis abuelos. Llegué a mis raíces”, pensé. Me sentí muy emocionado.
Cuando bajé de la cúster –fui el único, por cierto– la gente me miraba mientras caminaba en medio de la pista. Me sentía como si estuviera en el Lejano Oeste.
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Pregunté por una tía –Adelina (el nombre me lo habría dado otra tía, Antonieta)– y me contestaron que estaba en Chiclayo (y yo que me venía de allá).
Luego indagué por la familia Casusol y me dijeron que, doblando, por la avenida Grau, vive el señor Víctor Rivas Casusol.
“Vaya por allí”, me señalaron.
En el trayecto me topé con un chico jugando en la calle, lo miré y me dije: “Este tiene mi cara cuando yo era niño”.
Tanteando llegué a la casa de Víctor Rivas. Era mi tío y se acordaba de mi madre de joven (“Buena mocita ella”).
En eso, cuando estábamos conversando, entra como una tromba el niño que había visto jugar un momento antes.
Era el hijo del señor Rivas Casusol; venía ser mi primito.
No pude quedarme mucho rato, apenas unos quince minutos. Estaba contra el tiempo, y el señor Víctor Rivas Casusol, mi tío, le pidió a su hija que me acompañara a la pista para tomar la cúster de vuelta a Chiclayo porque podía perder el ómnibus de regreso a Lima.
Nos despedimos.
Ya no lo he vuelto a ver, ni saber de él.
Aún recuerdo ese mar encrespado doblando su codo indomable, que parecía, a la distancia, comerse el borde de la costa, el de Puerto Eten.
Han pasado tantos años (cuatro décadas) y esa impresión no me ha abandonado.
Esa travesía a Puerto Eten me trae a la memoria un libro de viajes, el de Javier Reverte, Corazón de Ulises, donde el autor relata, mezclando el relato personal con la historia y la mitología griega, su partida a Ítaca.
Por ello me complace que sea uno de los principales escenarios de Te dedico mi silencio.
Puerto Eten, la tierra de mi madre, ahora forma parte de la historia literaria del país.
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Comunicador social y crítico literario