Opinión

El caso Cipriani, o cómo castigar sin castigar

Parece conveniente, por lo delicado del asunto que nos viene a bien tratar, establecer dos anotaciones previas. Primero, no es intención del autor defender al Cardenal Cipriani, mas sí apuntalar a un trato más justo y equilibrado de la noticia; segundo, en relación con esto último, denunciar la «profesionalidad periodística», que hace mucho dejó la regla de verter hechos en tinta (o en digital), pasando a introducir criterios de valor que orillan al lector a una aceptación tácita, como mínimo. Esto también empoderó a los periodistas a unas posiciones de superioridad moral. Creo, para cerrar el párrafo, que es un error en el cual incurren todos los actores del espectro ideológico, en mayor o menor medida.

Ahora, reseñando brevemente lo publicado por El País el 24 de enero pasado, se trata de una denuncia sobre abusos de carácter sexual realizados en 1983, en el marco de las confesiones que el otrora Arzobispo metropolitano ofrecía a esta presunta víctima. Décadas después, gracias a una carta escrita por este, y diligenciada al mismo Francisco, se le impone un precepto penal que le impide permanecer en el Perú, hacer apariciones públicas, y utilizar sus dignidades cardenalicias. Para ojos «laicos», esto parecería un asunto zanjado, sin embargo, se requiere una exploración del derecho canónico, en particular sobre las sanciones y proceso penal.

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Empecemos con la definición de precepto, estipulada en el Cann. 49 del Código de Derecho Canónico (en adelante, referido meramente como Código), el cual da luz de una cierta malicia en la exposición de esta noticia. Y es que el precepto singular sería un decreto por el que directa y legítimamente se impone a una persona o personas determinadas la obligación de hacer u omitir algo, sobre todo para urgir la observancia de la ley. Sin embargo, vemos que lo ocurrido con el Cardenal puede calzar mejor en otra definición. En contraste, hablar de un decreto (Cann. 48), acto administrativo de la autoridad ejecutiva competente, por el cual, según las normas del derecho y para un caso particular, se toma una decisión o se hace una provisión que, por su naturaleza, no presuponen la petición de un interesado, parece más adecuado. Esto tendrá más sentido luego.

Por otro lado, las sanciones aplicadas al Cardenal coinciden con los considerados por el Cann. 1336, por lo cual, sí podemos estar seguros de que, al menos durante un tiempo, pesaron sobre él consecuencias de naturaleza penal. Estos elementos, juzgados por separado, nos dan la imagen de una persona sentenciada. Como alguien formado en derecho, también sería mi primera conclusión, podría decirse, instintiva, puesto que, ¿por qué alguien condenado sería inocente? Empero, el Código establece aquí una figura que no se ha visto mencionada en la discusión, y que, de hecho, coincide con lo narrado por las versiones periodísticas del suceso.

El País, medio por el cual se liberó la primicia, cuenta que, luego de ser recibida la noticia por Francisco, envía a un «jesuita de confianza» para hacer las investigaciones correspondientes, y, corroborando la historia, es cuando el superior del Cardenal, Francisco mismo, impone las sanciones. Vemos que no pueden afirmar la existencia de alguna decisión, proceso o denuncia formal, porque no existe. Si bien el Código hace gran énfasis en proteger el buen nombre de sus procesados, y por ello, mantiene bajo secreto incluso muchas decisiones judiciales definitivas, la instancia a la que se sujeta el ex Arzobispo, debido a su incardinación en Roma, es a la Congregación para la Doctrina de la Fe (antes, Santo Oficio), la cual, en sus Normas sobre los delitos más graves, aclara, en su artículo 28, § 1, que las denuncias, procesos, y decisiones originarias de los delitos que comprenden agresiones sexuales no son protegidas por el derecho pontificio. Es decir, una resolución de este calibre debe ser pública, y ampliamente conocida.

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Por ende, nos queda alegar la figura ya anticipada, que sería el decreto extrajudicial, contemplado en el Cann. 1342, § 1, cuando justas causas dificultan hacer un proceso judicial, la pena puede imponerse o declararse por decreto extrajudicial, más aún, con el Cann. 1720, se detalla que, después de llamarse al reo, y darle la posibilidad de defenderse, se sopesa con dos asesores todas las pruebas y argumentos, y si hay certeza, se dicta decreto. Otra vez, parecería que se ha llegado a una culpabilidad definitiva, pero el Cann 1342, § 2, establece que no se pueden imponer o declarar por decreto penas perpetuas. Esto da a entender una fecha perentoria donde debe establecerse una pena definitiva a través de un juicio, por lo menos, pues su interpretación literal abriría las puertas a constantes decretos extendiendo la sanción.

Prestándonos del derecho común, no se puede concebir que a partir de un acto administrativo se determine de manera tajante la culpabilidad del imputado. Fuera de que el decreto extrajudicial parece estar destinado a coyunturas particulares, como evidencia el mismo Cann. 1342, hay reportes periodísticos que añaden otro sacerdote de confianza, con lo cual, hablaríamos de los dos investigadores, acorde al Cann. 1720, que podrían tomar el rol de auditores (Cann. 1428, § 3), quienes tienen la exclusiva labor de suministrar pruebas, en este caso, al Superior (Papa). No hay un principio de contradicción en ejercicio, pues, incluso si se ofrece un derecho a la defensa, este no se da en el marco de un juicio de carácter contencioso, sino meramente alegando razones al Superior, como, de hecho, se entiende que ocurrió con una entrevista que el Cardenal Cipriani sostuvo con Francisco allá por 2018.

Siendo caritativos con el Cardenal, por lo tanto, entendemos su comunicado, pues se le negó un derecho a la defensa en un tribunal constituido, con un proceso judicial. También, da más credibilidad este carácter temporal del decreto extrajudicial con la afirmación de que las sanciones penales se levantaron en 2020, lo cual se podría corroborar con la multitud de apariciones públicas en forma de videos y similares, vistiendo los hábitos cardenalicios, e incluso apariciones en alguno de los últimos Consistorios. A estas alturas, se sabe que será imposible tanto un juicio canónico, por la edad del Cardenal, como un juicio en el fuero penal común, por la prescripción que pesa sobre el aparente delito. En cambio, el juicio paralelo de los medios de comunicación (tanto tradicionales como no tradicionales) ha buscado sentenciar desde el primer minuto. Con esto, se concreta la razón del título de la presente columna, y es que estamos ante un castigo superficialmente fuerte, pero en esencia, débil.

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Por último, y en mérito a lo dicho por la Oficina de Prensa del Vaticano, habría que apuntar que, en esta última monarquía occidental auténtica, se rigen los asuntos políticos por intrigas cortesanas, más cercanas a thrillers anticuados, casi medievales, que con debates interminables en parlamentos. No es secreto que Francisco ha renovado a los cardenales, dejando entrar a una nueva generación, de donde saldrán los electores del próximo Papa, y el Papa mismo. Igualmente, se ha suprimido al Sodalicio de Vida Cristiana, que, con sus polémicas, seguía siendo un bastión conservador en la región.

Para muchos, el Cardenal Cipriani, antes de ser un pastor de su grey, era un actor político más, y lo juzgan así en consecuencia, como parte del ala conservadora de la Iglesia, cuya cabeza sería el Opus Dei. Sería ingenuo pensar que cálculos de naturaleza política, y luchas intestinas dentro de la curia romana no han entrado en juego aquí, y tal vez, convengan éstas en despertar al aparato mediático para propiciar noticias escandalosas. Por lo visto, queda concluir que hay mucho que no sabemos, más de lo que podemos presumir conocer, como para arrastrarnos a conclusiones. Espero que se puedan contrastar adecuadamente los cánones citados, y dejo a juicio del lector las añadiduras o correcciones que considere conveniente.

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