Recuerdo que esos días lloré tanto que mi madre no tuvo otra alternativa que someterme a diversas conversaciones – por qué no llamarlos ‘sermones’ – con el fin de hurgar lo que probablemente ocultaba. “¿Acaso alguien te amenaza?, ¿te están tratando mal en el colegio? Yo soy tu madre y puedes confiar en mí”.
Tenía 10 años y había errado el penal decisivo que nos colocaba en la final de un campeonato de fútbol. Narrarlo cuesta, pero estoy seguro de que a usted, querido lector, le resulta tan superfluo como hablar del clima limeño. Esa tarde lúgubre (permítanme ese adjetivo) todos me abrazaron y me arroparon con sus palabras, seguro para apaciguar el peso de la derrota, pero nada fue suficiente. Los días pasaron y en diversas ocasiones deseé renunciar a la vida; todo me resultaba insípido e insignificante. Pronto me sumergí en un pozo del que jamás pensé salir. Sin embargo, logré desprenderme de ese monstruo y ahora escribo este texto como si todo lo que viví hubiera sido un relato mal contado.
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Todos de alguna manera hemos sido atravesados por un dolor que nos ha hecho reflexionar y admitir que no somos tan fuertes como pensábamos. Y no está mal. Es de valientes reconocer/identificar que somos débiles, frágiles. No hablo del miedo o cobardía que describe el cretense Idomeneo en el Canto XIII de la “Ilíada”. Por ejemplo, él señala que el cobarde todo es movimiento y agitación ya que “su piel muda de un tono a otro del verde, no deja de temblar, se balancea de un pie a otro, se le doblan las rodillas, el corazón le golpea en el pecho y le crujen los dientes”; sin embargo, el valiente (el buen guerrero) permanece impasible “aguardando con ansia el contacto cuerpo a cuerpo con el enemigo, como si se tratara de un encuentro amoroso”.
Desde la antigüedad todos los héroes han tenido miedo alguna vez y, en gran medida, superar a este gigante ha resultado la prueba de fuego. Hoy las cosas no han cambiado, seguimos viviendo en una época donde aceptamos cualquier alternativa, pero menos aquella que nos posicione como perdedores. Y se nos olvida que estamos expuestos al fin, a la pérdida, al término de las cosas y que pronto – muy pronto – tendremos los ojos escarchados por las lágrimas ante la ausencia definitiva. El miedo a la pérdida es una sombra que nos ha acompañado durante largos años y que hemos aprendido a convivir con ella (a regañadientes). La derrota, en cambio, es una tierna gárgola a quien abrazamos día a día. Esta nos ha impulsado a avanzar o bien nos ha estancado/paralizado para siempre.
He querido escribir esta columna porque sé que hay muchos que siguen sometidos al miedo e inmersos en el fango de la derrota. Entonces, frente a esta situación, nos es imperativo asumir que envejecer es aprender a perder pero para esto se requiere, día a día, audacia y pasión por lo imposible.
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Escritor y profesor