Economía

Bienes públicos: lo que es de todos, es de nadie | Opinión

Constantemente, en nuestra región y en países occidentales, oímos un debate económico entre si se debe incrementar el gasto público o, por el contrario, eliminar la intervención del Estado para abrir paso enteramente al sector privado.

Si bien esta discusión nos plantea un mundo en blanco y negro, la realidad es más compleja y está compuesta por una escala de grises que nos develan un panorama de mayores desafíos.

Por una parte, encontramos la propuesta económica favorita de los partidos de izquierda socialista – y progresista – que consiste en ganarse a la gente con promesas de incrementar el gasto público para el desarrollo de obras que “favorezcan a todos”, como la construcción de hospitales y colegios.

El inconveniente con esta postura es que presupone tres premisas:

a) El presupuesto público es inmenso;
b) Las obras públicas se desarrollan con efectividad y eficiencia;
c) Las obras públicas mejoran el bienestar de todos.

En primer lugar, señalar que el presupuesto siempre será limitado y, por lo tanto, las promesas populistas de hacer miles de obras no son realistas. Ergo, generan falsas esperanzas para la población y cuando la realidad se hace evidente, esas promesas sin cumplir deterioran el bienestar de la población.

En segundo lugar, aún cuando el presupuesto alcanzara, las obras requieren tiempo para llevarse a cabo. En nuestro país, sobre todo, el grueso de obras públicas no se realiza, y de las que se realizan, la gran mayoría son ineficientes.

Referente a la tercera premisa, erróneamente se tiende a creer que los bienes y servicios públicos mejoran el bienestar. Bien hacia Aristóteles, cuando rebatía el comunismo platónico de su maestro, en señalar que “Lo que es común a un número muy grande de personas obtiene mínimo cuidado” (Política, Libro II, Capítulo 3, 1261b). Con esto, el griego transmite una realidad vigente hasta la actualidad. Basta con ver la calidad de los servicios públicos o el estado en el que se encuentra la infraestructura pública. Hospitales que se caen a pedazos y colegios sin acceso al agua potable son un par de ejemplos de ellos. Además, como las entidades públicas no persiguen objetivos económicos, no priorizan la eficiencia; ni en sus procesos, ni en sus productos finales. Todo lo anterior impacta negativamente en el bienestar.

Por otra parte, pese a los contras de la excesiva intervención pública, tampoco se debe apostar por una entera privatización de los servicios. Hacerlo supondría un gran perjuicio para la población de menor poder adquisitivo, ya que se les privaría del acceso a servicios necesarios y aumentaría las brechas de desigualdad con aquellos que sí cuentan con la capacidad económica. Asimismo, se debe señalar que la no persecución de objetivos económicos que señalé líneas arriba significa que en un entorno de entera privatización, habrían sectores que quedarían desatendidos por no ser atractivos para la obtención de rendimientos monetarios.

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En otras palabras, un modelo económico de entera participación del sector privado y nula del público es teóricamente factible, pero prácticamente imposible –e ineficiente-.

Como consecuencia de lo mencionado – y más aún cuando hay elementos y situaciones que escapan de este escrito y que podrían ampliar su alcance – se debe aceptar que la realidad va más allá de una propuesta o la otra. Debemos perseguir una mejor calidad de servicios públicos y un compromiso estatal para garantizar la libre competencia. Esto mejoraría el bienestar, reduciría las desigualdades e impulsaría en la población un mayor grado de independencia de las intervenciones estatales, lo que se vería reflejado en una menor recaudación fiscal ante la caída en la demanda de bienes públicos.

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