Tenía mucha razón Luis Alberto Sánchez, allá por los años 50 y 70 del siglo pasado, cuando era rector de San Marcos y se burlaba de los comunistas de la universidad. Los apristas los llamaban «rabanitos»: rojos por fuera y blancos por dentro. Lo hacían desde su tradición insurgente que tenía muertos en Chan Chan.
Francisco Belaunde, en los años 70 y 80, llamaba a esos jóvenes de buenas familias adineradas que vivían en los barrios acomodados de Miraflores: «izquierda miraflorina».
Belaunde se burlaba de ellos en la seguridad de que todo lo que pregonaban (desde La Revolución Permanente de Trotsky hasta La Larga Marcha de Mao) nunca lo iban a cumplir, que iban a ser por siempre revolucionarios de escritorio.
Vargas Llosa llevó a extremos la chanza cuando publicó, en 1984, Historia de Mayta, un cruel retrato del aventurerismo guerrillero de la época.
A inicios del dos mil comenzó a sonar la palabra que iba a relanzar el concepto: «caviar». «Caviar» se le llama a la huevera del esturión, un manjar delicioso y caro, presto solo para los paladares refinados.
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A la izquierda que posaba de revolucionaria, y se la veía en Barranco bebiendo trago los fines de semana, la empezaron a motejar sus enemigos como «izquierda caviar».
Una vez caminando con un amigo por Javier Prado me dijo en tono cáustico que esta gente «era de izquierda porque no había podido entrar a la derecha».
Económicamente solvente, el “caviar” se declara en contra de todas las injusticias sociales, identificándose objetivamente con todos los desposeídos del mundo.
Marx, el padre Gutiérrez, Foucault (infaltable) y, por supuesto, Leonard Cohen forman parte de su santo sanctorum. Ha estudiado en los mejores colegios de Lima y es de rasgos anglosajones. No conoce la pobreza y nunca ha pisado la verdadera calle (salvo la de la desaparecida Calle de las Pizzas), aquella que te curte y te hace conocedor de los peligros de la vida.
Cuando iban por San Marcos, allá por los años 80, los veía mirando asombrados las paredes pintarrajeadas. Eran testigos mudos de cómo frente a ellos se estaba haciendo la revolución. Luego, recuperados de la impresión, se regresaban por donde vinieron para retomar su vida universitaria aburrida y sin emociones fuertes.
“La gauche divine” la llamaban en Francia. Aquí es solo una izquierda fuera de la realidad, ganada por el influjo dogmático de sus lecturas. Sus miembros piensan aún que pueden dictar los criterios de conducta moral de los ciudadanos de este país.
Salvo eso que los hace sentirse útiles, todo lo demás es ilusión.
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Comunicador social y crítico literario